Quema,
arde sobre mi pecho.
Me hierve la piel,
tiende su daga ante mi cuello.
Y no siento dolor,
no siento gozo,
no siento.
Me encuentro neutral,
cínico como la lluvia.
Entonces dejo de oír,
y la escucho.
Lluvia.
Solo ella lo entiende.
Invisible,
afilada,
neutral como la lluvia.
Mantiene su postura,
en cortos segundos de existencia.
Más vida tiene ella que yo,
o que cualquiera de nosotros.
Cuántos atardeceres habrá visto la lluvia,
cuántas muertes,
cuántas navidades,
cuántos amores de verano.
A cuántas almas habrá acompañado
en noches solitarias,
románticas,
ilusiones perdidas,
inspiraciones encontradas.
De ventana en ventana,
la lluvia seduce a su nueva presa.
A veces ignorada,
y otras agradecida
con un par de lágrimas,
una canción,
un verso dedicado
o un beso de película.
Lluvia, neutral.
Es lo único que me queda,
el único barrote ardiente
del que me puedo agarrar.
Lluevo cada día,
y cada noche que me acompaña.
No hay nada que duela más que ser,
salvo ser lluvia.
Llover,
siempre a tu merced.
Si no puedo dormir,
si no puedo amar,
si necesito compañía,
o soledad absoluta.
Tantos errores acumula la lluvia,
tantas muertes,
llantos,
abandonos.
De todos culpable,
y ninguno suyo.
Pero continúa,
continúa lloviendo cuando la luna se alza,
cuando las nubes se cierran,
y cuando el viento no cesa.
Pase lo que pase,
es inevitable.
La lluvia siempre vuelve,
para llenarme los pulmones
que se ahogan en tanto oxígeno.
Déjate caer,
para recogerme.
Y así limpiarme, limpiarme todo.
Poder dejarme llevar por ti,
siguiendo tu cruel destino.
El frío asfalto recibe tu final.
Seco, húmedo, sin más.
Un final que llega a mis oídos,
en forma de melodía conocida.
Llueve.
Su sonido me da cobijo,
y me protege de mis propios diluvios.
Tu final, mi inicio.
Más, ¿qué te supone acabar?
Si como una mala hierva siempre vuelves.
Para desvelarme a media noche,
y saber que sigues a mi lado.
Como única esperanza,
como alma gemela.
Me lluevo, y duermo bajo tu guardia.
Llover, fiel amistad.
Amor verdadero.
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