jueves, 2 de enero de 2020

Spleen

Lo único que escucho cuando me balanceo
de un lado al otro
arrastrándome al caminar
son mis pequeños trozos agrietados
chocando unos con otros como
un viejo bolsillo descosido
repleto de cobre.

He dejado de poseer mirada alguna pues
la noche engulle mis párpados
y el color del corazón se refleja
en un pantano fétido
sobre el blanco de mis pómulos.

Contra mi garganta impactan,
desde el estómago en contrapicado
ácidas incisiones envueltas en mugre
que giran en un eterno caos e
infectan desde el bazo
hasta la punta de la lengua.

Corrosivo sulfato de cobre
se derrama sobre mis pulmones
de aluminio
y sus pequeños trozos oxidados
caen aliñando el cóctel sangriento
que permanece en mi estómago
y deja mis dientes mugrientos.

Mi columna no es más que un hilo
sobre el que se tiende mi cabeza colgante
constantemente estimulada por gritos
agónicos, de mal aliento
que la mantienen despierta.
Ya no soporta el peso de la oscuridad
aplastante
que bulle sobre mis hombros.

Una mano negra baila entre mis costillas
destrozándolo todo a su paso.
Amartilla una a una las más de mil astillas
de lija ardiente que sostiene mi pecho
para dibujar con coágulos el esperpento
cóncavo de mis pensamientos.

Así me impregno del perfume del muerto
que relleno de sangre, sudor y bilis
abre su boca y desprende el espeso negro
de la putrefacción.

Estoy muerto en vida
y deseo estarlo bajo tierra.

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