Hay veces en las que solo me queda escribir.
El mundo se derrumba, ¿sabes?.
En el centro del equador
aparece un vacío que absorbe
y se lleva todo,
y no deja nada.
Un vacío lleno de migrañas
y ansias por tragar más.
Me recuerda a aquel
que ya antes he sentido en mi pecho.
Sin embargo,
lejos de la catástrofe,
encuentro pilares a la temperatura exacta
para hibernar.
Mi hermano Andy,
los abrazos de Ivanna,
los conciertos de Iván
o la sonrisa de Irene.
Son ese pequeño atisbo de luz
en una cueva inundada.
Como helados en Mérida
entre las ruinas sofocantes
de simples espejismos.
Hay veces en las que nada sirve
y solo me queda escribir.
Sostengo que es bucear bajo el océano
porque para hacerlo debo escarbar
sacando toda mi sangre,
y eso sí que duele.
Más que cualquier corazón roto.
Brindo a aquel que me lee
mis más oscuras miserias
adornadas con rosas, menta y miel.
-Será por eso que me gusta beber té
mientras escribo.-
La vida de un artísta es una España bohemia,
marchita.
Siempre he soñado con ella
y ahora pago el precio de todo necio
que desea morir por alcanzar el cielo.
Estoy solo entre poesía y mierda
que apesta.
Intento salir tras luchas aislantes,
una de ellas: mi persona.
Por ello me rodeo de luz,
porque soy ciego
y solo me puedo comunicar a versos
a golpes.
Con el tiempo aprendí.
El poeta se suicida siempre,
desangrado.
Cada poema es un aviso,
es cortarte un brazo para soltar la cadena
sabiendo que el corazón está viejo
y pocos domingos podrá descansar.
Jamás he probado la cocaína,
dicen que es un chute de vida
mientras te mata por dentro.
Algo parecido consumo al escribir,
pues es una bocanada de aire
que me hunde todavía más.
Esta noche está más oscura que de costumbre,
voy a cerrar los ojos para aclarar la vista,
a ver si se acostumbra de una vez
a esta vida romántica que he elegido.
Estoy atrapado en un pozo
y la multitud me grita
que deje de cabar.
Pero siempre quise vivir del arte,
que no es más
que una enfermedad cardiovascular.
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