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domingo, 28 de abril de 2019

Lunático

Ella era una chica sin lunares y exactamente por eso pasaba mi tiempo libre jugando al que se convirtió en mi juego favorito; encontrarlos.

 

Pensar en cada uno de los poros de su piel es un reto de confianza e intimidad, sobre todo cuando intento encontrarle pequeñas imperfecciones.

 

Para mi expedición es necesario que sienta mi aliento en su piel. Debo hacerme pequeño, muy pequeño, o lo suficiente para hacer de su cuello un desierto de dunas enormes por las que deslizar.  Para el deleite de mi trayecto, con la bandera clavada en el lóbulo de su oreja, de vez en cuando se hacía un moño; levantaba los brazos y su camisa verde botella mal abrochada dejaba ver ese pequeño paraíso justo debajo de su ombligo. Si el tiempo me fiara su valor podría encontrarle lunares minúsculos como el punto de una i.

 

Era una guerra con dos frentes abiertos, pues el cabello estirado revelaba el blanco de detrás de su oreja. Me habría gustado colgarme para balancear en esos pelos sueltos que ni una goma puede sujetar, y pausar mi travesía para inspeccionar los cráteres creados en su piel de gallina. Continué subiendo, su pelo era un césped; campo de amapolas y girasoles con olor a lavanda en el que escarbar.

 

Quise ser el protagonista de la leyenda que nadie cree cierta, el aventurero que escaló desde las uñas de sus pies hasta la cima de su moño, pasando una odisea entre todos sus reinos, el huracán de su respiración, el enigma de las puertas de su boca.

 

Las siestas más relajantes las he dormido en las hamacas que son sus pestañas, sobre el océano color café que son sus ojos. Pero nunca pasaba más de una noche en cada rincón, normalmente por miedo a desgastarlo. Además, los lunares no se encuentran solos – pero si encontraba alguno, lo volvía a esconder para seguir buscando-.

 

A veces ella se sentaba al sol y cerraba los ojos. Justo entonces sonaba la melodía de aviso para embarcar, y debo decir que entre tanta curva siempre llegaba mareado. Pisaba tierra en las plantas de sus pies, de todos los tipos, y miraba al cielo sabiendo que escondía en su cuerpo monumentos con tesoros escondidos, trampas mortales y bestias feroces. Arriesgaría mi vida de nuevo por un lunar que volvería a esconder.

 

Precisamente en su ombligo llegué a la luna, consciente de que con una letra más alcanzaría el lunar más hermoso, y la ironía me gritaba que yo soy escritor.

Pero me vi obligado a retroceder. ¿Cuántos lunares debía tener la luna?

Demasiados para un astronauta que no los quiere encontrar. Prefiero quedarme en el espacio. En el espacio de entre sus dedos, entre sus costillas, entre los pliegues de sus párpados.

 

Quizá me perdí, o busqué el perderme. No recuerdo si logré escapar o si, por el contrario, sigo en alguna de sus cavernas. Cargo en mis bolsillos lunares que acaricio para poder dormir. Entre tanto sueño voy escuchado rumores, una voz de radio de algún año que no consigo ubicar.

 

Cuentan los historiadores que un loco intentó cruzar el mundo y descubrir cada una de sus maravillas, muriendo en el intento.

No saben que he visto al sol y a la luna besarse justo debajo de su nariz y al agua quemando al fuego sobre su esternón.  Si algo sé es que no morí en el intento, pero contéstame aguantando la  mirada; ¿quién no se volvería loco al volver a un mundo sin lunares, después de saborear la mayor de las delicias?

 

Creo que me hayan prohibido el juego, es posible que la lectura de un cuerdo no sea nunca aquella con la que llegue a disfrutar, pero escribo mis memorias para meterlas en una verde botella bien abrochada y lanzarla al mar. Para hacer saber al pirata que me dejé los zapatos en las torres de su espalda, y para encontrarlos solo es necesario volver a jugar.


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