Ella era una chica sin
lunares y exactamente por eso pasaba mi tiempo libre jugando al que se
convirtió en mi juego favorito; encontrarlos.
Pensar en cada uno de
los poros de su piel es un reto de confianza e intimidad, sobre todo cuando
intento encontrarle pequeñas imperfecciones.
Para mi expedición es
necesario que sienta mi aliento en su piel. Debo hacerme pequeño, muy pequeño,
o lo suficiente para hacer de su cuello un desierto de dunas enormes por las
que deslizar. Para el deleite de mi
trayecto, con la bandera clavada en el lóbulo de su oreja, de vez en cuando se
hacía un moño; levantaba los brazos y su camisa verde botella mal abrochada
dejaba ver ese pequeño paraíso justo debajo de su ombligo. Si el tiempo me
fiara su valor podría encontrarle lunares minúsculos como el punto de una i.
Era una guerra con dos
frentes abiertos, pues el cabello estirado revelaba el blanco de detrás de su
oreja. Me habría gustado colgarme para balancear en esos pelos sueltos que ni
una goma puede sujetar, y pausar mi travesía para inspeccionar los cráteres
creados en su piel de gallina. Continué subiendo, su pelo era un césped; campo
de amapolas y girasoles con olor a lavanda en el que escarbar.
Quise ser el
protagonista de la leyenda que nadie cree cierta, el aventurero que escaló
desde las uñas de sus pies hasta la cima de su moño, pasando una odisea entre
todos sus reinos, el huracán de su respiración, el enigma de las puertas de su
boca.
Las siestas más
relajantes las he dormido en las hamacas que son sus pestañas, sobre el océano
color café que son sus ojos. Pero nunca pasaba más de una noche en cada rincón,
normalmente por miedo a desgastarlo. Además, los lunares no se encuentran solos
– pero si encontraba alguno, lo volvía a esconder para seguir buscando-.
A veces ella se sentaba
al sol y cerraba los ojos. Justo entonces sonaba la melodía de aviso para
embarcar, y debo decir que entre tanta curva siempre llegaba mareado. Pisaba
tierra en las plantas de sus pies, de todos los tipos, y miraba al cielo
sabiendo que escondía en su cuerpo monumentos con tesoros escondidos, trampas
mortales y bestias feroces. Arriesgaría mi vida de nuevo por un lunar que
volvería a esconder.
Precisamente en su
ombligo llegué a la luna, consciente de que con una letra más alcanzaría el
lunar más hermoso, y la ironía me gritaba que yo soy escritor.
Pero me vi obligado a
retroceder. ¿Cuántos lunares debía tener la luna?
Demasiados para un
astronauta que no los quiere encontrar. Prefiero quedarme en el espacio. En el
espacio de entre sus dedos, entre sus costillas, entre los pliegues de sus
párpados.
Quizá me perdí, o busqué
el perderme. No recuerdo si logré escapar o si, por el contrario, sigo en
alguna de sus cavernas. Cargo en mis bolsillos lunares que acaricio para poder
dormir. Entre tanto sueño voy escuchado rumores, una voz de radio de algún año
que no consigo ubicar.
Cuentan los
historiadores que un loco intentó cruzar el mundo y descubrir cada una de sus
maravillas, muriendo en el intento.
No saben que he visto al
sol y a la luna besarse justo debajo de su nariz y al agua quemando al fuego sobre
su esternón. Si algo sé es que no morí
en el intento, pero contéstame aguantando la
mirada; ¿quién no se volvería loco al volver a un mundo sin lunares,
después de saborear la mayor de las delicias?
Creo que me hayan
prohibido el juego, es posible que la lectura de un cuerdo no sea nunca aquella
con la que llegue a disfrutar, pero escribo mis memorias para meterlas en una
verde botella bien abrochada y lanzarla al mar. Para hacer saber al pirata que
me dejé los zapatos en las torres de su espalda, y para encontrarlos solo es
necesario volver a jugar.
Me encantaaa��
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